COLORS OF THE RAIN
La primera vez que vi a Nacho Taboada era
prácticamente un adolescente. Le conocí en el Sáhara, en concreto en los campamentos
de población refugiada saharaui, allá por el año 2.004. Compartimos jaima y eso
crea lazos. Desde entonces y hasta ahora se ha convertido en mi hermano
pequeño.
Era un chaval encantador que apuntaba maneras por su
rebeldía y porque no terminaba de ver claro, ni el presente ni el futuro de su
vida. Coqueteaba con el pasotismo juvenil –una manera de gritar al universo que
no comulgaba con lo establecido–. Miraba a la vida de lejos como si no fuera
con él. Era indomable, no tenía muy claro nada de lo que quería, hasta que un
día le llegó ese punto de inflexión que todo ser humano tiene y, se decidió por
la música. Empezó a tocar la guitarra y aquello cambió su forma de ver el mundo.
En cada fiesta–reunión que teníamos con artistas profesionales, él terminaba desbancándoles
cantando, mientras aprendía los acordes a la guitarra. Un buen dia en el
festival de música juvenil Universimad,
se juntó con el grupo Jenny and the Mexicats y al rebufo de la rubia descalza que toca la
trompeta, Nacho se fue colando en la escena musical juvenil. Empezó haciendo
versiones de Johnny Cash, y la gente comenzó a vitorear su Ring of Fire. A
partir de entonces decidió prepararse, asistía a todas las Jam session que le admitían y junto a los músicos de Jenny,
consiguió hacer su presentación oficial en la sala Zanzíbar de Madrid. Nos
demostró a todos que podía componer y atreverse a fusionar diferentes estilos
de música llegando incluso a acuñar un nuevo término musical: Bolerock.
A Nacho Taboada le he visto crecer tanto personal como
artísticamente y, aún sigue siendo ese Tom Sawyer en busca de aventuras, porque
siente que de esta vida te llevarás las experiencias nada más.
Al preguntarle cómo se ve de artista y qué espera de
la música, él mismo me escribió este texto:
“Tengo 27 años, el 8 de Octubre cumplo 28,
nací en Zaragoza y a los 12 años me vine a vivir a Madrid con mis padres.
A los 20 me compré mi primera guitarra –usada–
en un mercadillo de segunda mano en Chichester, al sur de Londres. A pesar de
que mis padres insistían desde pequeño que aprendiera a tocar el piano con clases
y conservatorios, yo me empeñé, como niño que era, en seguir jugando al fútbol
y soñando con mil mundos imaginarios, en vez de recluirme en una habitación a
practicar con mis diminutas manos tres horas diarias de escalas insufribles. No
superé el primer curso del conservatorio de Zaragoza. Pasaba del solfeo y era
demasiado pequeño para ceñirme a disciplinas de estudio y a un modelo demasiado
estricto de aprendizaje.
La idea de querer tocar música me sobrevino ya
en mi adolescencia escuchando a Bob Dylan, entonces, mientras paseaba con mis
cascos por el pueblo de la campiña inglesa donde pasé un año trabajando de
camarero y recapacitando sobre el rumbo que debía tomar mi vida en adelante,
imaginaba que en vez de ser Bob el que cantaba, era yo mismo. Escuchaba esos
ritmos sureños de blues, folk y country, y entonces me veía cantándolos. También creía ser yo el que recibía los aplausos, el que tenía estrella, el que escribía
aquellas canciones que todo el mundo admiraba. Era yo el centro de las miradas,
yo el objeto de deseo de las mujeres. También yo el que había triunfado en la
vida, el hombre misterioso con la cabeza llena de buenas ideas. Y entonces:
decidí aprender a tocar música. Más adelante descubrí que también podía cantar
y que a la gente le gustaba cómo lo hacía –o eso me decían–.
Para mí la música es amor y también odio: Amor
porque los ritmos y las melodías que escucho a diario consiguen ponerme el pelo
de punta e incluso llegan a hacerme llorar. Odio porque la música es caprichosa
y te traiciona con facilidad si no le prestas la atención que requiere. Porque
en realidad yo no nací con “el don” si no que ha sido mi voluntad y mi idea trascendental
del éxito la que ha forjado mi camino.
Te podría decir con qué canciones he llorado.
La última fue con El Niagara en Bicicleta de Juan Luis Guerra. Mientras conducía camino a Lisboa, lloré
en el momento que entra el estribillo diciendo ''no me digan que los médicos se
fueron''. También lloro cada vez que escucho a Pedro Guerra diciendo ''agárrame
fuerte'' en El marido de la peluquera.
Con respecto a mi estilo musical –aunque me
engancha el country– soy fundamentalmente ecléctico, me gustan muchos géneros
siempre que haya talento detrás. También la cumbia, que es lo que más me ha
influido últimamente. Básicamente los ritmos de los pobres, las penas y la escasez
convertidos en quejidos hermosos. Cuando la pobreza se transforma en arte. Los
de clase media no sabemos de esas fatigas que los negros del delta del
Mississippi cantaban en su blues, pero podemos convertirnos en mensajeros de
una herencia romántica que amamos y no queremos que se olvide.
Me interesa América, de norte a sur, un
continente hecho con cientos de miles de esclavos que han forjado una cultura
cuyo elemento principal es la música. Por eso la cumbia, el blues, el bolero y
el country se mezclan en mi proyecto.
No se a dónde llegaré, no siento certezas en
lo que me deparará el futuro, si digo que hago esto por puro amor al arte, te
engañaría. También busco una salida laboral, algo con lo que me pueda ganar la
vida con solvencia. Me gusta vivir bien y me da un miedo atroz pasar fatigas
como los músicos a los que admiro. Pero también sé que si dejo de tener
presente la esencia de las cosas, mi trabajo perdería sentido”.
Hoy lunes 18 de agosto en la sala Galileo Galilei de Madrid
Nacho estará acompañado con su banda recién estrenada: Los Viajeros del Sur
(bajo, batería, percusión y guitarra), y nos seguirá deleitando con esa voz de
bajo a lo Johnny Cash y con sus nuevos temas, haciéndonos pasar a todos una
noche divertida llena de música y recuerdos.
¿QUÉ FUTURO LES ESPERA A LOS JÓVENES ARTISTAS DE ESTE
PAÍS?
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